Como irredento fetichista del pensamiento con sentido, experimento una natural repulsión hacia la argumentación ilógica. Nada raro hay en que a partir de una anécdota, por lo demás intrascendente, me apropié de una expresión que ahora uso para referirme a esos desatinados razonamientos que prescinden hasta de la lógica más básica. En parte por el placer de ceder ante los lazos seductores de la curiosidad, pero a la vez, con la ingenua esperanza de que la frase de algún modo se difunda y que entonces quede aquí constancia de su origen para quizá algún día disipar mitos al respecto, he aquí la anécdota.
En los 90's, tras los estragos en la economía nacional mexicana de la década pasada, el transporte público volvió a convertirse en foro de desempleados que recurrían a la benevolencia de los pasajeros, ofreciendo a cambio toda clase de "espectáculos" amateur. Músicos, cantantes, comediantes y payasos sin vocación ni talento interpretando sus actos, algunos con esmero, como deseando dignificar la situación y ganarse la cooperación voluntaria, merecerla. Otros tan solo se limitaban a ejecutar mecánicamente su mal asumido papel, a cuyo término pasaban la mano con la vergüenza disfrazada de orgullo, sin caer en cuenta que su actitud abonaba en contra de su propósito y los insertaba en un círculo vicioso de desmotivación-vergüenza-rechazo.
Fue en este contexto que, una tarde cualquiera, al vagón del metro en que yo viajaba abordaron dos excéntricos personajes. Uno de ellos, el primero en atraer mi atención, y la de todos los pasajeros, cantaba con intencional estridencia alguna composición vernácula que para el día siguiente ya no me era dado recordar cuál había sido. Apenas un par de frases y entonces intervino el otro histrión. Ambos estaban maquillados como payasitos callejeros, poca pintura, descolorida y mal aplicada. "¡Óigame! ¿Qué no sabe que no puede usted cantar aquí!", proseguía el acto. "¿Que no puedo cantar aquí?" preguntaba sorprendido el desafinado payasito urbano. "No señor, usted no puede cantar aquí". Las cabezas de los pasajeros/espectadores viraban de un lado al otro pues nuestros animadores estaban ubicados en extremos opuestos del vagón.
"¿Y por qué no puedo cantar aquí?" Todos volteamos, llenos de curiosidad. ¿Cuál era la razón? ¿Acaso había una ley anti malos cantantes para proteger los oídos de quienes no tienen más remedio que escuchar todos los sonidos en su entorno? O quizá el gremio de pseudoartistas desempleados habría levantado un veto en contra de aquel miembro por razones que pronto serían reveladas. Todos mirábamos expectantes, ávidos por descubrir el motivo. En los ojos de todos los presentes, la misma pregunta: ¿por qué no puede él cantar aquí? "Porque yo a usted lo conozco"... (!) ¿Cómo? ¡¿Cómo?! Evidentemente, quien redactara el guión de aquellos payasitos itinerantes no había reparado en nimiedades como coherencia, lógica y sentido.
Así que, ahí lo tienen. Cada vez que se les presente un falso argumento, una explicación que no explique nada, una razón que no tenga que ver con lo discutido, una causa que no se vincule con el efecto en cuestión, rechácenla acusando: ¡porque yo a usted lo conozco!
Video de un breve "show" en el metro. (México, D.F.)
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