Le digo, doctor, que es un sueño terrible y recurrente... qué digo sueño, es una pesadilla. La última vez me desperté como a las tres de la mañana, bañado en sudor, absolutamente exaltado y me tomó un par de horas volver a dormir. Y siempre el día siguiente a esas noches resulta ser una lenta, inmisericorde e interminable tortura. ¿Pero sabe qué es lo peor de todo? El sueño, el maldito sueño es acerca de una vivencia real y ya no puedo soportarlo más. Ya que no puedo cambiar lo sucedido, quisiera al menos olvidarlo.
Cada vez que lo recuerdo, vuelvo a vivirlo, vuelvo a padecerlo. Debía haber tenido qué será... ¿cinco o seis años? Deambulaba por la casa, no sé si buscaba un juguete o qué cosa, pero me detenía frente a cada puerta, la abría y echaba un vistazo. Fue entonces que llegué hasta la habitación de mi madre. No se escuchaba nada, ni un suspiro, ni un resuello; parecía como si al otro lado sólo estuviese el cuarto vacío. Algo me atrajo, sin embargo. Una curiosidad atípica me hizo extender la mano hasta apoyarla, distraído, en la puerta. Ésta se entreabrió y fue que pude verlos.
Mi madre acariciaba un cuerpo desnudo con tal delicadeza y entrega, como si nada más hubiera en el mundo o de éste le importara. Sus ojos derrochaban devoción y la sonrisa en su rostro sólo antes la había usado conmigo. La imagen me impactó de tal modo que perdí noción del tiempo, simplemente me quedé ahí congelado, sin poder apartar la mirada y sin saber qué traumas irreparables me acosarían el restio de mi vida.
Mientras tanto, mi madre, la infame, proseguía con sus..... artes amatorias. Y el canalla se limitaba a recibir, como si lo mereciera, los besos, el candor y la dulzura de aquella Magdalena. Ni siquiera pensé en mi padre, en lo que él sentiría cuando se enterara. La traición era en mi contra. Yo era la víctima, el engañado, el desplazado. La mujer que lo era todo para mí se entregaba como una cualquiera al más aborrecible de los extraños. ¿Se imagina, doctor, las terribles repercusiones? ¡No tenía más de tres o cuatro años!
Después de aquel shock jamás pude recuperarme. Crecí siendo un chico tímido e inseguro, muy retraído, incapaz de confiar en la gente. Los demás niños se burlaban de mí y me llamaban con apodos aborrecibles. Aunque no era el rechazo lo que me consumía sino aquella verdad, encajada en lo más profundo de mi ser. La imagen del pecado, de la más vil de las traiciones me acosaba, me pesaba como un lastre de ignominia. Fui un perfecto desdichado. Para ocultar mi tragedia, mi vergüenza, me oculté yo mismo, me escondí del mundo y me hundí en mi propia desgracia.
En cambio él, ese usurpador, aquel demonio encarnado en la más adorable y espuria de las criaturas; él vivió como rey la vida que a mí correspondía. Me obligaron a permanecer a su lado, a compartir todo con él, ¡me hicieron responsable de él, doctor! Me exigieron que lo llamara hermano, pero para mí fue siempre "el otro".
2 comentarios:
Don Llorch!!!
no me hagas reir tanto porque traigo los labios partidos, juar, juar.
Aunque por otra parte envileces mi escritor interno. Prometeme que nunca vas a entrar a leer mis burradas (es broma).
Saludos
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