A Mónica, con todo mi amor.
El final fue atroz. Nada que
ver con las apocalípticas películas hollywoodenses. No hubo cuenta regresiva ni
tortuosa espera, simplemente ocurrió. El cielo estrellado se tornó violáceo,
un espectáculo aterrador y sublime. Los pilares, monolíticos, imposiblemente
descomunales, ni siquiera sospechados por ciencia o misticismo algunos, se
incrustaron aquí y allá, presumiblemente por toda la superficie del globo
terráqueo que desde el inicio de los tiempos llamáramos hogar. No sólo aplastaron
todo a su paso, lo encajaron violentamente hasta profundidades inimaginables. El
estremecimiento de quienes tuvimos aquellos segundos extra jamás tuvo parangón,
ningún hombre desde la prehistoria, ninguna criatura que hubiese alguna vez
surcado cielo, mar o tierra atestiguó jamás semejante magnitud. Primero fue el
terror, pero de inmediato cundió la perplejidad. No más futuro, no más dilemas,
en un santiamén todo se volvió absurdo.
Cada decisión tomada, de entre
esa miríada de actos individuales y colectivos que a través del paso del Hombre,
ese paso que fuera lento y desorientado al principio, vertiginoso y con alguna
noción de propósito después; absolutamente toda decisión perdió sentido. La
recolección de semillas y frutos, la caza, la ardua lucha contra el rigor de la
naturaleza, la primera piedra tallada, las herramientas rupestres, las indecibles
veces en que anónimos precursores de Prometeo nos brindaran el fuego. La
invención del lenguaje y la mitología, los albores de la tecnología, el cambio
al sedentarismo, el paulatino sometimiento del entorno natural y el
establecimiento de las primeras civilizaciones, la noche en que se comenzó a
observar de veradad el firmamento, el momento inaugural de la reflexión. El
haber erigido templos e implementado sistemas de intercambio de bienes y de
convivencia, la ingenua genialidad de la acuñación de la palabra escrita, la
institución de la razón como parámetro para la fundamentación de todo acto
humano, el escalamiento de la disputa al nivel de la guerra, la potenciación de
la curiosidad y la indagación como primeros pasos de la mente científica, los incipientes
porqués y cómos trascendentales, el asumir seriamente la pregunta fundamental “¿de
dónde venimos?” El ensanchamiento, la progresión, la proliferación y la evolución
de todo todo lo anterior, sus estancamientos e interregnos, sus retrocesos e
involuciones, la repentina explosión de los ritmos creador y destructor del
hombre hasta su incuestionable supremacía aparente. Cada dolor de parto y cada
nacimiento, toda risa y juego infantiles, cada trauma. Toda percepción de
abrigo y amor o de rechazo materno, toda admiración u odio hacia el padre, todo
orgullo y todo desengaño de cada hijo. Toda lucha interna por hallar un lugar
en el mundo y un sentido a la existencia. Cada pasión, cada amor y cada nuevo
desengaño. Cada sacrificio, cada abuso, cada prueba de carácter y cada mentira.
Todo fracaso y arrepentimiento, junto con cada éxito y regocijo. Cada dilema y cada
certeza. Todo, sin excepción, todo perdió sentido. Bien podría no haber
ocurrido jamás. En un solo instante se transitó de la infinita abundancia de
posibilidades al nihilismo tajante. Así fue.
Entonces, teniéndote a mi lado
por una insignificante circunstancia fortuita, volteamos a vernos y el terror y
el desconsuelo en nuestros ojos nos afligió aún más que la inminencia certera
del exterminio definitivo. Tus ojos llenos de espanto me hablaron desde la indefensión
más contundente. Debiste hallar lo mismo en los míos pues sólo tal horror habría
podido desbordar aquel gesto ya superlativo. Fue lo que nos despabiló. Mi
expresión se fue derritiendo hasta la calma. La tuya le siguió. Te sonreí y tú,
sin comprender del todo me correspondiste. Habíamos vivido una relación llena
de altibajos, quizás como todas o puede que hasta más. Pero todos los momentos
que compartimos habían valido la pena. No lo fuiste todo sino más, mucho más de
lo que nunca pude ni habría podido asimilar. En tus manos, las mías alcanzaron
los límites de mi finitud. Las entrelazamos. En tu cuerpo estuvo siempre mi
hogar. Te estreché entre mis brazos. En tus labios accedí al mundo que hay
fuera de ese que se desmoronaba con vértigo. Te besé, y en el te amo implícito
finalmente nos fundimos en un solo ser, tal como siempre habíamos deseado. Fue
el día más maravilloso de toda mi vida.
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