jueves, febrero 07, 2013

Horizonte.


A Mónica, con todo mi amor.

El final fue atroz. Nada que ver con las apocalípticas películas hollywoodenses. No hubo cuenta regresiva ni tortuosa espera, simplemente ocurrió. El cielo estrellado se tornó violáceo, un espectáculo aterrador y sublime. Los pilares, monolíticos, imposiblemente descomunales, ni siquiera sospechados por ciencia o misticismo algunos, se incrustaron aquí y allá, presumiblemente por toda la superficie del globo terráqueo que desde el inicio de los tiempos llamáramos hogar. No sólo aplastaron todo a su paso, lo encajaron violentamente hasta profundidades inimaginables. El estremecimiento de quienes tuvimos aquellos segundos extra jamás tuvo parangón, ningún hombre desde la prehistoria, ninguna criatura que hubiese alguna vez surcado cielo, mar o tierra atestiguó jamás semejante magnitud. Primero fue el terror, pero de inmediato cundió la perplejidad. No más futuro, no más dilemas, en un santiamén todo se volvió absurdo.

Cada decisión tomada, de entre esa miríada de actos individuales y colectivos que a través del paso del Hombre, ese paso que fuera lento y desorientado al principio, vertiginoso y con alguna noción de propósito después; absolutamente toda decisión perdió sentido. La recolección de semillas y frutos, la caza, la ardua lucha contra el rigor de la naturaleza, la primera piedra tallada, las herramientas rupestres, las indecibles veces en que anónimos precursores de Prometeo nos brindaran el fuego. La invención del lenguaje y la mitología, los albores de la tecnología, el cambio al sedentarismo, el paulatino sometimiento del entorno natural y el establecimiento de las primeras civilizaciones, la noche en que se comenzó a observar de veradad el firmamento, el momento inaugural de la reflexión. El haber erigido templos e implementado sistemas de intercambio de bienes y de convivencia, la ingenua genialidad de la acuñación de la palabra escrita, la institución de la razón como parámetro para la fundamentación de todo acto humano, el escalamiento de la disputa al nivel de la guerra, la potenciación de la curiosidad y la indagación como primeros pasos de la mente científica, los incipientes porqués y cómos trascendentales, el asumir seriamente la pregunta fundamental “¿de dónde venimos?” El ensanchamiento, la progresión, la proliferación y la evolución de todo todo lo anterior, sus estancamientos e interregnos, sus retrocesos e involuciones, la repentina explosión de los ritmos creador y destructor del hombre hasta su incuestionable supremacía aparente. Cada dolor de parto y cada nacimiento, toda risa y juego infantiles, cada trauma. Toda percepción de abrigo y amor o de rechazo materno, toda admiración u odio hacia el padre, todo orgullo y todo desengaño de cada hijo. Toda lucha interna por hallar un lugar en el mundo y un sentido a la existencia. Cada pasión, cada amor y cada nuevo desengaño. Cada sacrificio, cada abuso, cada prueba de carácter y cada mentira. Todo fracaso y arrepentimiento, junto con cada éxito y regocijo. Cada dilema y cada certeza. Todo, sin excepción, todo perdió sentido. Bien podría no haber ocurrido jamás. En un solo instante se transitó de la infinita abundancia de posibilidades al nihilismo tajante. Así fue.

Entonces, teniéndote a mi lado por una insignificante circunstancia fortuita, volteamos a vernos y el terror y el desconsuelo en nuestros ojos nos afligió aún más que la inminencia certera del exterminio definitivo. Tus ojos llenos de espanto me hablaron desde la indefensión más contundente. Debiste hallar lo mismo en los míos pues sólo tal horror habría podido desbordar aquel gesto ya superlativo. Fue lo que nos despabiló. Mi expresión se fue derritiendo hasta la calma. La tuya le siguió. Te sonreí y tú, sin comprender del todo me correspondiste. Habíamos vivido una relación llena de altibajos, quizás como todas o puede que hasta más. Pero todos los momentos que compartimos habían valido la pena. No lo fuiste todo sino más, mucho más de lo que nunca pude ni habría podido asimilar. En tus manos, las mías alcanzaron los límites de mi finitud. Las entrelazamos. En tu cuerpo estuvo siempre mi hogar. Te estreché entre mis brazos. En tus labios accedí al mundo que hay fuera de ese que se desmoronaba con vértigo. Te besé, y en el te amo implícito finalmente nos fundimos en un solo ser, tal como siempre habíamos deseado. Fue el día más maravilloso de toda mi vida.